Ma, ma. Nace la madre. Ma, la primera sílaba pronunciada por instinto. Se crea la vida, lo divino se hace materia.

 

Se nace mujer, serlo es mucho más que un acontecimiento de género. En ella confluye un magnetismo conectado a la tierra, a la sangre, a la materia del agua y al mundo emocional. Al poder de la energía lunar. Las mujeres estamos cerca de Dios porque estamos próximas a la vida, algunas dando a luz al filo de la muerte. ¿Daré a luz alguna vez?

 

Desperté empapada en sudor. Me suben los calores por la noche, mis aguas están tocadas por el fuego. Estoy en estado de gracia, de gratitud por los surcos abiertos en mi interior. Siento la ternura como el principal elemento, la sustancia. También me encuentro cansada.

 

Huele a orines, a suciedad, a deshechos. En los conventos también hay calabozos. Abajo del patio central, se encuentran túneles conectados entre esta abadía y el monasterio vecino, donde se unen varias celdas. Huele a encierro y a esclavitud. A opresión. Me encuentro en un espacio muy pequeño sostenido por gruesos muros. Me alumbra una vela. Me permiten dos alimentos al día, un baño de agua tibia por mes. No hay visitas. Hace diez semanas me tomaron presa, cual criminal: Antonia, la madre superiora; Catalina, la bibliotecaria; Ana, la que me fue tan entrañable; y el padre Eugenio, quien se hizo llamar secretamente mi amigo por tantos años. Todo arde.

 

La mañana de mi encierro amanecí con un presentimiento en el corazón. La superiora vino a mi aposento antes del amanecer. Despierta, Sofía, despierta, gritaba pateando la puerta. Aunque conseguiste ordenarte monja eres una puta de provincia y volverás a la soledad merecida de las que son como tú. Afuera la esperaba la hermana Catalina, su incondicional, lidereando al resto de las otras. Sin dudarlo, estaban listas para encerrarme. Como una ladrona, me ataron las manos con un grueso cordón que traté de desatar a mordidas, lastimándome hasta sangrar. Tres días después, me desataron. Me torturaron con hambre por días hasta que vino de nuevo el obispo Sebastián y dio la orden: alimento y aseo. La última vez que estuvimos a solas, él me prometió: te voy a sacar de aquí. Volveré por ti y seremos libres. Encerrados en la celda, bajo las cobijas, hicimos el amor traicionando nuestros votos de castidad. Como animales acorralados, nos devoramos.

 

En cuanto el obispo Sebastián partió a Madrid, la superiora dio de nuevo la orden de mantenerme aislada. Ningún contacto. Les pertenezco, tanto como mis notas de estudio. “Debes redactar tu confesión”, me dictó Antonia, entregándome papel y tinta. Si estando presa me permiten escribir, es por conservar otra forma de tenerme vigilada.

 

Mientras el tribunal del Santo Oficio da revisión a mis acusaciones, he tomado la decisión de arriesgarme a dejar mi testimonio por escrito, el verdadero. Lo haré en secreto, de prisa, antes que consigan matarme. El padre Eugenio tendrá la oportunidad de probar su lealtad. Algo en mí supone un milagro, aún al borde de la muerte, la necesidad de seguir creyendo en la bondad humana.